Miguel Manzano

CONFLUENCIAS MUSICALES CON AGUSTÍN GARCÍA CALVO
Miguel Manzano


    

En el primer recuerdo claro que tengo de García Calvo lo veo impartiendo, por la década de 1980, un ciclo de conferencias, o charlas, o pláticas, que todo a la vez era, según lo iba pidiendo el hilo del discurso, aquella serie de alocuciones patrocinada nada menos que por la Obra Cultural de la Caja de Ahorros Provincial de Zamora, dirigida y animada entonces por Antonio Redoli. Al auditorio del Colegio Universitario había acudido, abarrotándolo, un público variopinto: un tercio ávido y gozoso (sus incondicionales y devotos), un tercio todavía temeroso de ser visto allí, y un tercio altivo y crecientemente indignado por un ataque de apologética contra la postura ácrata que el Profesor siempre defendía abiertamente con palabras y hechos, a medida que él  avanzaba, implacable, en sus razonamientos. 
Y fue precisamente el mismo Redoli quien me presentó a García Calvo poco tiempo después, un día que coincidimos en el despacho de administrador de la Cultura que patrocinaba la Caja, entonces, de Zamora, y le informó de que yo dirigía el Aula de Música y estaba a punto de publicar un grueso volumen que contenía un millar de canciones zamoranas. Recuerdo que el Profesor me preguntó por la fecha de publicación, y debió de adquirirla en cuanto fue editada, porque en algún otro encuentro breve ya me dijo que aparte de la importancia documental del contenido le habían interesado mucho algunas de las fórmulas recitativas, así como algunos ritmos irregulares que aparecían en el Cancionero de folklore zamorano. Encontrar una persona que demuestra haber leído y pensado sobre algo que uno ha escrito, aparte de ser un hecho raro y sorprendente, siempre es una recompensa, y más tratándose de una figura tan relevante como García Calvo.
Y fue en aquella ocasión cuando le comenté que yo había publicado recientemente un estudio bastante amplio sobre estas fórmulas en la Revista de Musicología, con el título Estructuras arquetípicas de recitación en la música popular de tradición oral. Como el título le causó cierta sorpresa y le interesó, le envié una separata. Y muy pronto recibí una invitación a pasar por su casa (aquella vieja casa que fue de su padre, en aquel vetusto jardín con aspecto de selva medio salvaje), y con ayuda de unos vinos estuvimos charlando sobre aquella especie de protomúsicas que, según pude percibir, le suscitaban gran interés porque le habían ayudado a recordar, decía, algunas melopeas de sus años de niño, que tenía medio perdidas en su memoria y ahora veía escritas. Llevó después la conversación hacia el asunto por el que me había llamado: un proyecto de simposio que estaba preparando, con un contenido enmarcado en lo que podría ser las artes del lenguaje, en el cual podría tener gran interés el tema del artículo que yo había escrito. Consideraba sugerente sobre todo que los asistentes escuchasen, cantados, los viejos soniquetes rítmicos que yo había coleccionado para el artículo, porque, decía, echaban abajo la teoría de que en la historia de la música oral primero fueron las fórmulas semitonado y semirrecitado, y después la melodía organizada, que se derivó de él. Afirmación que no se tiene en pie, y así lo pensaba yo también, porque siempre han convivido ambas prácticas as en la tradición musical.
No mucho tiempo después de aquella breve charla ya me llegó por correo un díptico con la información sobre la celebración de unas Jornadas de discusión sobre cuestiones de enlace entre Gramática, Matemáticas y Música, que ocupaban la semana entera entre el lunes y el sábado del 27 de marzo al 1 de abril de 1989. Junto con la información se me invitaba a participar en él con el tema sobre el que habíamos iniciado la conversación y el intercambio. La asistencia a aquel simposio fue para mí un ruedo excepcional, gracias al Profesor, pues muy pocas veces un músico puede dirigirse a un auditorio de especialistas en lingüística como el que yo tuve, que siguió con gran atención mi exposición, ilustrada con abundantes ejemplos de recitativos cantados, que iban desde el unísono sobre una nota hasta un intervalo de ocho, siempre seguidos de un animado comentario que en seguida derivaba en coloquio. Al interés que suscitó el animado intercambio se añadió para mí la propina de que la sesión se celebró en la Residencia de Estudiantes.
Algunos años después, en julio de 1993, el Profesor volvió a invitarme, esta vez para dictar una conferencia sobre “La música de los romances tradicionales: metodología de análisis y reducción a tipos y estilos, dentro del curso "Poesía popular y literatura", organizado desde su departamento por la Universidad Complutense de Madrid. en Aguadulce [Almería]. Ante otro auditorio también muy numeroso y muy ávido de músicas fui desgranando el tema, sembrando de ejemplos cada uno de los asertos que iba formulando. Y me ocurrió lo mismo que la vez anterior: cada una de las melodías iba provocando comentarios de Agustín suscitados por las cuestiones del ritmo, la mensura de los versos, la variedad de fórmulas rítmicas generadas por las distintas situaciones de las sílabas acentuadas dentro del octosílabo, o por algunas dudas musicales que yo iba aclarando sobre la marcha. Yo había calculado una hora y diez minutos para mi discurso con ejemplos, pero llegó la hora de comer y estábamos un  tanto lejos del final de mi esquema. Me dispuse a terminar mi intervención, pero Agustín pidió licencia al auditorio para continuar otra media hora, pues quedaba mucha tela que cortar. Así se hizo, con aprobación del colectivo, hasta que pasado un buen rato un emisario de la sección de avituallamiento llegó diciendo que si no levantábamos la sesión nos quedaríamos sin comer. Punto final.
            La última confluencia musical con García Calvo la tuve con motivo de una propuesta que me hizo, relacionada con una obra que andaba escribiendo, no recuerdo si narrativa o dramática o mezcla de ambas. Me pedía transcribir en escritura musical unos cuantos textos poéticos que a lo largo de la obra iban apareciendo, para incluirlos en la publicación que pensaba hacer. Su propuesta iba mezclada de cierta desconfianza, pero respecto de sí mismo, pues, me decía, no se fiaba por completo de que su voz, grabada en una cinta que me entregó, reflejase con fidelidad las entonaciones que él tenía en su cabeza. Como fue, en efecto, pues yo puse todo mi empeño en hacer lo que me pedía y creo que lo hice con fidelidad al documento grabado. Pero cuando me pidió que entonara lo que yo había escrito, lo vi con gesto de decepción, pues no reconocía en lo que yo cantaba lo que él esperaba que sonara. Y añadió que quería pagarme el trabajo, que veía en los papeles que le di. A lo cual, claro está, me negué, porque yo había considerado aquella tarea como un honor. No lo convencí, porque unos días después recibí un sobre con su agradecimiento y un cheque nominal, generoso, que no pasó por ventanilla y conservo como recuerdo.
            Finalmente, creo que él debió de recibir todas mis últimas publicaciones, porque siempre lo incluí en el listado que fui entregando a mis sucesivos editores para una distribución a especialistas a los que debería llegar gratuitamente. Seguramente en retorno y correspondencia de estos envíos me llegó un día, remitida sin cargo por la editorial Lucina, su voluminosa obra, la de toda una vida, sobre el ritmo y el lenguaje: Tratado de rítmica y prosodia y de métrica y versificación. 

 

GC